lunes, 2 de noviembre de 2009

OTRO NOCTURNO. Bertha C. Ramos.

¡Oh las sombras enlazadas!
¡Oh las sombras de los cuerpos que se juntan con las sombras de las almas!
¡Oh las sombras que se buscan y se juntan en las noches de negruras y de lágrimas...!

Desde arriba puede verse el parquecito apretado entre macizos edificios. A los niños ese sitio ya les tiene sin cuidado, además, casi no hay niños en el barrio. Ahora se ha transformado en distrito financiero, y los fines de semana, el silencio de los miles de aparatos que usualmente ronronean, aumenta la sensación de lugar en cuarentena.

Ese mismo generoso que dispuso unas persianas de cemento en la parte posterior de Las Torres de Pompeya, construyó un mínimo parque para quienes se atrevieron a dejar las amplias casas y encerrarse en edificios. Es sábado en la tarde y sólo se mueven las hojas, que levantan remolinos desatados por la brisa encajonada entre tantas construcciones. Es sábado en la tarde y es época de flores. No existe la primavera en este sitio. Hay épocas de cosas que se gozan o molestan o lastiman. A veces cosas que enferman. Épocas de brisas, de aguaceros, de mosquitos, de chicharras, de cocuyos y de moscas. Épocas de flores y de árboles pelados. Hay meses claros y oscuros, meses de días larguísimos y de noches instantáneas. Tiempos húmedos y secos. Pero aquí no hay estaciones. Se vive según la época, en estricto orden caótico. Y en Las Torres de Pompeya ocurre también lo mismo.

Es sábado en la tarde y es época de flores, y el jardín se ve minúsculo desde el piso dieciocho. Sólo en estos días desiertos, la araucaria se tupe de pajaritos, y reaparecen, a través de las persianas de cemento, individuos que atraviesan por el parque. Individuos. Algunos a su pesar, llevan a cuestas sus nombres.

Salen, y entran, y pasean, y regresan, y se acercan y se alejan. Se desplazan. Se mueven y se conmueven. Llega un camión con una cuadrilla de obreros. Extienden con gran pericia la canasta de la grúa para cortar esas ramas que se enredan en los cables de energía. Otros recogen basura. El más joven se le arrima a la sirvienta que sacó a jugar un niño. Es sábado en la tarde y pasa el rabino Goldberg, y se ciñe la kipá, mientras va a la retaguardia de todo el clan familiar poniendo cara de santo. Aparecen las personas que se esconden usualmente tras las puertas. Sale la del primer piso y se le aprietan las nalgas al tropezar los obreros, y el perfume de los polvos Boucheron llega al piso dieciocho. Sacan a don Andreas Saramakis en su silla de ruedas y lo dejan que descanse entre los lirios. Llegan los recicladores a registrar la basura. Seis sombreros descosidos y un jarrón de baquelita. Un anónimo ramito de astromelias para el dos. Bajan cinco pensionados del catorce embarcados en un pleito por la cuenta de energía. Un servicio a domicilio. Una botella de vodka para el doce. La antipática del trece tiene cáncer de pulmones y ratones en la casa. Mussolini, el samoyedo, arrastra al señor Rodríguez. Las jovencitas del ocho acaban de hacerse el blower. El portero trae una pala y amontona la caca de Mussolini. Un taxista está cambiando los platinos. Llega la bala de oxígeno de la señorita Suárez. Pasa la señora Ortiz con un frasco de exterminio. Es sábado en la tarde y el sol empieza a caer. La rubia viuda del diez se va en una Harley Davidson. Los del siete son VIH positivos. Subieron a don Andreas porque tuvo un episodio depresivo. La de la risa bonita. La de las tetas malucas. La envidiosa. Llega el camión con soldados para la ronda nocturna en el distrito financiero. Regresan los pensionados repartiéndose un helado. La enfermera de la señorita Suárez es Testigo de Jehová. Una noche. Un soldado se masturba detrás del palo de caucho. La diabética del nueve lo mira con disimulo y se santigua cuatro veces. Un perfume. Tres nietas donde la abuela. Tres políticos en carros oficiales. Un murmullo. Es sábado en la noche y en el parque no se mueve ni una hoja. Se mueven los individuos. Salen y entran, y pasean, y regresan, y se acercan y se alejan. Se desplazan. Se mueven y me conmueven. Una música de alas. Está cayendo un sereno sobre todas esas flores que crecen en el jardín. Es la época de flores. La mujer del coronel le regala al celador un ramito de astromelias. Una sombra. Un neurótico. Domicilio con un sobre de condones para el quince. La risa de los soldados. Y la luna llena. Una copia de Bon Jovi ingresa a las once y treinta. Mussolini, Bellotica y Pantagruel ladran cuando va subiendo. Sexo en una Harley Davidson. Perros. Perras. Sale la recién casada con un litro de tequila. Muda y pálida. Se estremece la araucaria. El portero y la enfermera de la señorita Suárez. Un marica. Una lesbiana. Fina y lánguida. Las jovencitas del ocho subieron con tres políticos. Y eran una sola sombra larga. La ambulancia por la señorita Suárez. Era el frío de la nada. Gritos en el ascensor. Chirimías en el once. Polcas en el dieciséis. Y el chillido de las ranas. Puertas que se comunican. Gatos de distintas castas que se mezclan. Una histérica. Un ladrón. Un pederasta. Sobre las arenas tristes de la senda se juntaban. Un objeto pegajoso cae al parque desde el piso diecisiete. El camión de la basura. El coronel le da un beso al estafeta. ¡Oh las sombras enlazadas! La réplica de Bon Jovi se lleva una porcelana. Un perverso. Mussolini, Bellotica y Pantagruel. Y se escuchan los ladridos de los perros a la luna. Perros. Gatos. Individuos.

Aquí yo. Mudo y solo. Encerrado, sin vergüenza, en la orfandad del dieciocho. Un sicótico intocado, impoluto e insoluto, lejos de cualquier mirada, revelado en cada cuerpo que atraviesa el parquecito de Las Torres de Pompeya.

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