martes, 8 de noviembre de 2011

De Gustavo Tatis Guerra. Cazador.

No tengo otra embriaguez que la luz de la luna.
Disparé contra un cielo muy oscuro al amanecer.
Creí ver la sombra de una guartinaja.
Creí ver la sombra de una perdiz.
La huella de los animales de monte
me sedujo desde niño.
Fui lector insaciable de libros de viajeros y cazadores.
No tuve otra compañía que el silencio de la noche.
El resplandor de las luciérnagas
la luz efímera de los muertos que brillan
bajo los árboles en los antiguos entierros indígenas de los Zenúes.

No preciso cómo ocurrió.
Sólo disparé. La sombra tembló en la espesura.
Perdí el equilibrio. Perdí el blanco que tenía en las noches de cacería. Caí derribado sobre la hierba. Como si un rayo hubiera caído sobre mí. Sentí la sangre caliente sobre mi rostro. La sangre en mi ojo derecho. Me dije: Adiós luz que te guarde el cielo. Más allá del brillo de la luz, había algo que aleteaba en el aire. Como una mano que se despedía. Una mano que mostraba una hoja verde manchada de sangre. Un mico que se cubría con una hoja la sangre de su herida y me la mostraba desde lo alto de una ceiba. Fue la última vez. No volví a disparar jamás contra ninguna criatura del cielo y la tierra.
Al abuelo Ricardo Guerra.
De Evangelio del viento.

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