miércoles, 19 de septiembre de 2012

LA MUERTE DE LA MATRONA. Por Bertha C Ramos.



Los Gutiérrez De Narváez, distinguida familia de una cálida ciudad de la América Latina, se encontraron de repente frente a una gran encrucijada. Había muerto la mamá –que a la vez era cuñada, tía, hermana, abuela, bisabuela y tatarabuela- y en torno al porte trivial que presentaba el cadáver, no lograban acordar la manera de peinarla. Se enfrascaron en un airado debate. Los ancianos defendían la conveniencia de un moño francés del siglo XVIII pleno de curvas y asimetrías que expresaran opulencia, aunque exigía esconder sus uñas desfiguradas dentro de guantes de raso. Los hijos, apelando al derecho que confiere tener una madre muerta, querían que se le pusiera un sombrero cardenalicio porque poder y santidad son una fusión que garantiza la inmortalidad. En defensa de la estética, los artistas de la familia pidieron una semblanza de La Gioconda, que fue objetada por el clan argumentando que la difunta tenía lo que se le llama pelo malo. Estaba además el gusto de los jóvenes, que exigían ver a la vieja irse para el otro mundo como una estampa contemporánea, libre de bucles prehistóricos. Si acaso –proponían ellos- un penacho colorado, como un zarpazo en el cráneo a la medida de sus sátiras.
Como no pudieron llegar a un acuerdo favorable a una opinión, el acuerdo fue realizar una ecléctica combinación de lo que pensaban todos, y poner una foto de ella cuando cumplió quince años sobre la tapa del ataúd. Así fue que, mientras los Gutiérrez De Narváez sellaban con palmadas amorosas las alianzas de la sangre, sobre la margen izquierda de un río que lame las calles de una ciudad tropical enclavada en las entrañas de la América Latina, en una calurosa tarde de finales de septiembre, sofocada entre arandelas de satín, entró la matrona al horno crematorio. 
cuentosdeBCRamos.
James Ensor. La intriga.

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