Los Gutiérrez De Narváez, distinguida familia de una cálida ciudad de la
América Latina, se encontraron de repente frente a una gran encrucijada. Había
muerto la mamá –que a la vez era cuñada, tía, hermana, abuela, bisabuela y
tatarabuela- y en torno al porte trivial que presentaba el cadáver, no lograban
acordar la manera de peinarla. Se enfrascaron en un airado debate. Los ancianos
defendían la conveniencia de un moño francés del siglo XVIII pleno de curvas y
asimetrías que expresaran opulencia, aunque exigía esconder sus uñas desfiguradas
dentro de guantes de raso. Los hijos, apelando al derecho que confiere tener
una madre muerta, querían que se le pusiera un sombrero cardenalicio porque poder
y santidad son una fusión que garantiza la inmortalidad. En defensa de la
estética, los artistas de la familia pidieron una semblanza de La Gioconda, que
fue objetada por el clan argumentando que la difunta tenía lo que se le llama pelo malo. Estaba además el gusto de los jóvenes, que exigían ver a la vieja irse
para el otro mundo como una estampa contemporánea, libre de bucles prehistóricos.
Si acaso –proponían ellos- un penacho colorado, como un zarpazo en el cráneo a
la medida de sus sátiras.
Como no pudieron llegar a un acuerdo favorable a una opinión, el acuerdo
fue realizar una ecléctica combinación de lo que pensaban todos, y poner una foto
de ella cuando cumplió quince años sobre la tapa del ataúd. Así fue que, mientras los Gutiérrez De Narváez sellaban con palmadas
amorosas las alianzas de la sangre, sobre la margen izquierda de un río que lame
las calles de una ciudad tropical enclavada en las entrañas de la América Latina, en una calurosa tarde de
finales de septiembre, sofocada entre arandelas de satín, entró la matrona al
horno crematorio.
cuentosdeBCRamos.
James Ensor. La intriga.
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