Con sólo pasar la
mano sobre la cacha de nácar del revólver que heredó de su hermano, Pacífico
Montalbán olvidó los argumentos con que defendía ardorosamente el cristianismo.
Fue después de extender la yarda de terciopelo turquí que envolvía el artefacto
y verlo arrogante, con idéntica disposición para la justicia o para la infamia,
que comenzó a descreer de la legitimidad de su nombre; de su fe, que reposaba
en la primera epístola del apóstol San Pablo a los Tesalonicenses, capítulo 5,
versículos 15 al 24; de las faenas heroicas que tanto glorificaba el Himno de
la República, y de la efectividad de los trescientos ochenta artículos de la
Constitución Nacional. A Pacífico Montalbán desde entonces lo persigue el deseo
de vaciar la munición sobre algún cuerpo. Al principio pensaba en ladronzuelos
y estafadores, en políticos y directivos de la banca, en paramilitares y
narcotraficantes, en voraces manejadores de la cultura y en contratistas del
Estado. Pero las ganas de apretar un gatillo lo han ido acercando
peligrosamente a las simplicidades de su mujer; al gesto dictatorial que
proviene de su dedo índice, a sus palabras retroactivas, sus convergentes
opiniones, y al magnífico manejo que ha dado a sus implantes mamarios.
Pacífico Montalbán ahora está convencido de que un hombre con un revólver es
una especie de clarividente. Que está obligado a dos cosas: a defender su honra
y a descifrar las intenciones del arma y someterse a ellas. Espera su hora.
cuentosdeBCRamos. Del libro Palabras Pesadas.
El suicida. Edouard Manet, 1877
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