Estaba
predestinado. Poco después de haber nacido se lo entregaron a su madre, y ella
lo llamó Querubín al tiempo que dibujaba con tinta roja en sus pañales una
letra Q de estilo gótico. Fue arisco desde que estaba en el vientre y pobre de
espíritu desde que nació, hasta el punto de mostrar indiferencia por la teta. Preocupada,
su mamá comenzó a vestirlo con camisitas de tela estampada con frutas, por si
le daba hambre comiera de ellas. Apenas él tuvo dientes así lo hizo, y se comía
toda la ropa. Pasó su primera infancia jugando debajo de las anchas faldas que
se ponía su mamá, y calmaba el hambre deshilachándole las enaguas y comiéndose
los hilos como si fueran espaguetis. Ahí se masturbó por primera vez y su mamá
estuvo complacida de que lo hubiera hecho en casa, y no como los chicos del
barrio que lo hacían en la línea férrea amparados por el ruido de los trenes y
las sirenas de las ambulancias. Allí también aprendió a bailar abrazado a las
piernas de ella, que jamás estaba quieta. Cuando la lluvia caía durante meses,
la mamá le pasaba por debajo del pollerín un tomo de la Enciclopedia Británica
y los binóculos del abuelo para que Querubín no estuviera melancólico, él
agradecía con ocasionales gritos de alegría. Ya estaba cercano a la mayoría de
edad, cuando su mamá decidió seguir la moda de vestir pantalones, entonces fue
natural verlo salir de ahí con esa piel translúcida que tienen los ángeles y el
fino porte de los caballeros medievales. Que él saliera a la calle fue cuestión
de horas. Errático y maravillado caminó hasta encontrar una puerta entreabierta
desde donde se veía una mujer. Acto seguido entró y al instante repudió su
apodo.
cuentosdeBCRamos, del libro Palabras Pesadas.
Madre e hijo, de Egon Schiele.