SOLEDAD EN DOMINGO
Somos
días de la semana. De lunes a domingos. Los jueves y los miércoles y los martes
y aún esos días que no pertenecen al calendario. Los días, cada uno con su
color, con su rostro, con su tibieza y su frío. Cada uno sobre nosotros. Sobre
nuestros ojos que conocen de memoria el flujo y reflujo de sus mareas. Pero el
domingo es la melancólica bisagra de la semana. Allí se parte en dos. Con
suavidad, sin hacer ruido, con la calma de quien cumple un oficio inviolable.
El domingo resbala simplemente con los goznes bien engrasados. No pasa. Y tiene
un sabor y un color que parece cosa de nunca. Color de muerto presente. Estatua
de inutilidad y flacidez. Tal vez sea la propia imagen del engaño. Creemos
descansar y no hay tal. Es, por el contrario, un derrumbe, una cobija o una
sábana demasiado adherida, un hojear y balbucir y un pedirle a los miembros un
poco de conciencia y energía para aventar la pereza porque detrás está el lunes
con su ceño duro, férreo, implacable. Ese otro día en el cual verteremos toda
la tristeza, toda la monotonía que pasamos en blanco. El lunes, que es un día
con conciencia de agiotista, nos pide cuentas y nos exige intereses. Cuenta con
nosotros para el castigo.
Pero
queremos detenernos en el domingo, hacer nostalgia de ese poco de miel reseca,
tan parecida a la sangre de una herida que empieza a cuajar, que nos deja en
los labios.
Memorar,
una a una, sus horas de sueño, de placidez, de energía voluntariamente
convertida en abulia, de la pijama que se resiste a mutarse en traje de calle;
de la corbata tirada allí, sobre el espaldar de la primera silla, como un
ofidio muerto; que sorprendimos en el duendecillo que habita el closet cuando
indagamos, con la puerta levemente entornada, por la camisa o los calcetines
que exigen un remiendo.
Espuma
del domingo sobre nosotros. Tal vez con su tolvanera invernal o su poquitín de
sol cauteloso. Tal vez sin nada. O con las butacas atestadas de esos grandes
insectos fantasmales en que se convierten los hombres en la penumbra de un
cinematógrafo. O la gangosidad de ese aparato radial que recorre centenares de
horas y voces apelmazadas con sólo darle vueltas a un botón. Todo sobra, todo
tiene un aire vaga y lánguidamente familiar en un domingo, como si
contempláramos el mundo al regreso de una larga enfermedad. Toda la resaca de
los días semanales rumora y se atolondra en el porche de la casa. Es la otra
semana, la que no deseamos ver entrar como un incómodo visitante. Todos esos
días de vibración, de lucha, de agitado decir y recorrer y saludar. ¡Pero si
estamos en domingo, por Dios! les gritamos angustiosamente a esos días que
pugnan por atravesar nuestro umbral. Dejarnos solos, musitamos después, de
espaldas a nosotros mismos, como los toreros en un redondel apretujado.
Dejarnos solos.
Quisiéramos
despojarnos de piel, de huesos, de ideas. No queremos cosa distinta a este
licor que fluye entre nosotros. Y ese ruido moroso, amodorrante, de esta
soporífera bisagra que suavemente va juntando –sentimos su dulce musiquilla
entre las sienes- las hojas colosales, compactas, estremecedoramente inciertas,
de siete días vividos y siete días por vivir. Alguien hará un balance,
simplemente por despistar, por hacerle una jugarreta al domingo. Hasta podrá
balbucir con cierta timidez: “he sido bueno, me he ganado el descanso, soy un
hombre ejemplar”. O, poniendo los ojos en blanco, silabear el recuerdo, el
perfume de una mujer a quien se abordó, con toda la timidez que imprimen a su
poseedor unos pantalones arrugados, en una calzada por la cual no ha de volver
a transitar jamás, absolutamente jamás. O el niño que se asoma tras los cristales
a ver, en el butacón de cuero en el que devoramos diariamente nuestra ración de
noticias, el humo de nuestro cigarrillo o los tobillos, emergiendo de nuestras
pantuflas derrotadas.
En
fin, eso o lo otro da lo mismo: la taza humeante, la mujer que, de cuando en
cuando, mientras sacude los muebles o parte el pan o pule con un trocito de
papel el vidrio de los retratos, nos otorga una mirada o un pensamiento. A
nosotros, atestados de domingo hasta más no poder, hasta el hartazgo de cuerpo
y alma, hasta la saciedad o la vergüenza. Sí, de domingo. De esas horas que
caen tintineantes y monótonas como gotas de agua sobre un tazón colmado de
agua. De este domingo que nos va triturando muellemente –al engullir en un solo
movimiento la semana vivida y la semana por vivir- en la terrible inocencia de
sus mandíbulas.