jueves, 4 de septiembre de 2014

De HAROLD ALVARADO TENORIO. Cuando ella llegue.

Cuando ella llegue
con sus alas y sus armas
ten cuidado de cerrar mis ojos.
Y que mi boca no sea
violada por las moscas.
Lávame bien, peina mis cabellos,
corta mis uñas y úngeme con aromáticos ungüentos.
Ponme en el suelo mirando hacia la tierra.
Estoy seguro me ama lo bastante
para hacerme un sitio a su lado.

viernes, 1 de agosto de 2014

De RAÚL GÓMEZ JATTIN. Pájaro.


             PÁJARO
      Tengo en la cabeza
      Un pájaro celeste
      Que anida en esta prisión.
      Tengo en este pájaro
      Un ardiente corazón.
      Tengo en ese corazón
      Una frágil esperanza
      De volar hacia Dios.

jueves, 17 de abril de 2014

ADIÓS A GABITO. Macondo está de luto.


ADIÓS A GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ.

Gabriel García Márquez
El ahogado mas hermoso del mundo
 Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo. Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.
         Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía suponer que era el cadáver de un ser humano, porque su piel estaba revestida de una coraza de rémora y de lodo.
         No tuvieron que limpiarle la cara para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el temor de que el viento se llevara a los niños, y a los muertos que les iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando se encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que estaban completos.
         Aquella noche no salieron a trabajar en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la rémora con fierros de desescamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban en piitrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y menesteroso de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo no les cabía en la imaginación.
         No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderio ni una mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres decidieron entonces hacerle unos pantalones con un pedazo de vela cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría sido la más feliz. Pensaban que habría tenido tanta autoridad que hubiera sacado los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras más áridas y hubiera podido sembrar flores en los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres, pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz de hacer en una noche, y terminaron por repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y mezquinos de la tierra. Andaban extraviadas por esos dédalos de fantasía, cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:
         —Tiene cara de llamarse Esteban.
         Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jovenes, se mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la camisa. Después de la media noche se adelgazaron los silbidos del viento y el mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas: era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba. Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese aquí Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo, no se preocupe señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se preocupe señora, así estoy bien, sólo para no pasar vergüenza de desbaratar la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, asentándose entre sí, pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban, hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.
         —¡Bendito sea Dios —suspiraron—: es nuestro!
         Los hombres creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer. Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban, más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando aquí porque querían ponerle al ahogado los escapularios del buen viento, otras estorbando allá para abrocharse una pulsera de orientación, y al cabo de tanto quítate de ahí mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un forastero, si por muchos estoperoles y calderetas que llevara encima se lo iban a masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar que de cuándo acá semejante alboroto por un muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las mujeres, mortificada por tanta insolencia, le quitó entonces al cadáver el pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.
         Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás, hasta ellos se habrían impresionado con su acento de gringo, con su guacamayo en el hombro, con su arcabuz de matar caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado ni tan hermoso, y si hubiera sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galón en el cuello y hubiera trastabillado como quien no quiere la cosa en los acantilados, para no andar ahora estorbando con este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.

         Fue así como le hicieron los funerales más espléndidos que podían concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar flores en los pueblos vecinos regresaron con otras que no creían lo que les contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de los acantilados, hombres y mujeres tuvieron conciencia por primera vez de la desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños, frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo. No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta de que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban, y se iban a romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en los acantilados, para que los amaneceres de los años venturos los pasajeros de los grandes barcos despertaran sofocados por un olor de jardines en altamar, y el capitán tuviera que bajar de su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su ristra de medallas de guerra, y señalando el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce idiomas: miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde girar los girasoles, sí, allá, es el pueblo de Esteban.




miércoles, 9 de abril de 2014

De MARGARET ATWOOD. Apuntes para un poema que nunca se podrá escribir. III


La mujer yace sobre el pavimento húmedo
bajo la luz perenne,
con las marcas de agujas en sus brazos hechas
para matar su cerebro,
y se pregunta por qué muere.
Muere porque ha hablado.
Muere por causa de la palabra.
Su cuerpo, en silencio
y sin dedos, escribe este poema.

Fotografía: Mauricio Ramírez, Tailandia.

jueves, 3 de abril de 2014

De JOSÉ EMILIO PACHECO. El gran inquisidor.

Señor, guarde silencio o le cerramos la boca
de un latigazo.
Se la inutilizaremos bajo el hierro candente.
Con las tenazas de la Ley retorceremos su lengua.

No nos haga llegar a los extremos.
Guarde silencio. Cállese. No hable.
Al juez no se le juzga.
Él imparte Justicia, decide todo.
Es la mente que piensa por nosotros.

En cambio usted no es nadie, no sabe nada.
Se llama simplemente el acusado.
Qué soberbia aspirar a defenderse.

¿Supone que en el valle de Josafat
se atrevería a increpar a Dios Padre
por la forma tan justa en que creó este mundo?

¿Se da usted cuenta? Es el culpable de un crimen.
No sabrá cuál, no sabrá cuál,
morirá sin saberlo.
Debe pagar por ello. Y de qué manera.

No, no: no abra la boca. No interrumpa.
Respete al Juez y su Alta Investidura.
Es la Ley, se halla aquí para juzgarlo.

Está en peligro de volverse reo
De Lesa Majestad. Acepte y calle.

¿Desea, señor, que pierda la paciencia?
No me obligue a salir de mis cabales
Añadiré a su cuenta de pecados
el delito nefando de la blasfemia.

No me venga con cuentos de derechos humanos.
Usted ya no es humano: es el enemigo.
Vea en esta faramalla un pretexto formal
que disimula y cubre el expediente.

Dentro de unos instantes ofrendaremos su cuerpo
en el altar del Bien, la Bondad y el Orden Fraterno.

jueves, 27 de marzo de 2014

De MARÍA CAMILA RAMÍREZ. Entre flores y una canción de amor

Dante ama más a las plantas que a los seres humanos. Para él ejemplifican lo que sería el mundo si este no se hubiera convertido en una nube de razonamientos ilógicos y guerras perdidas. Dice encontrar en la naturaleza todo lo que hace falta en la humanidad. Que sus colores, figuras, olores e incluso sabores, reflejan lo que nosotros podríamos ser.

Dante toma café fuerte todas las mañanas. Lo sorbe con lentitud, como degustando un buen vino, porque dice que así todo se disfruta más. Pega con paciencia en su guitarra dibujos que traza en las noches frías y lluviosas. Algunos lo llaman obstinado, pero él dice que sólo se inspira cuando hace frío y durante la madrugada, nunca antes ni después.

Trabaja haciendo artesanías de colores. Telas, arcilla y un par de lienzos se cruzan por sus noches y se juntan a sus suaves dedos como elaborando una sinfonía, pero en tercera dimensión. Siempre duerme durante el día, y sueña con levantarse una tarde liviano y sin odio, casi como un monje budista en pleno estado de iluminación. Es joven, tranquilo y sonriente. Es triste, cariñoso y depresivo.


La gente lo considera amiguero, pero él se describe como solitario. No le gusta la tele ni la radio, a menos que pasen indie rock. Cree en la paz y en el amor, y odia, como muchos, el rencor. Dante sufre, pero nunca llora. Según él, las lágrimas no deben derrocharse. A veces, sin querer, se levanta en las mañanas y siente que su olor a pelo sucio y vegetales al vapor lo atrapan un momento y ahí, en ese instante, escribe una canción de amor.
María Camila Ramírez. Barranquilla, Colombia.

miércoles, 26 de marzo de 2014

De RÓMULO BUSTOS AGUIRRE. De origen.

Hay un cierto declive 
por el que el esplendor de todo gesto
se precipita
y halla su raíz
recobra su rostro de medusa
Y solo queda su rastro
una vaga fosforescencia que no alcanza
que no alcanza

De BASHÓ

En la bahía
También la primavera:
Flores de olas.

martes, 25 de marzo de 2014

De DARÌO JARAMILLO AGUDELO. Historia sin historia.

Entonces,
para qué la tarde
sino para fatigar el olvido,
para huir un poco de la antigua soledad del día
hacia la noche,
para oír de los patios, de las calles, de la lluvia,
y entregarnos un poco
a la medio adivinada melodía
que nos dice lo que somos y nos dicta
un epitafio compuesto por secretas palabras.
Para qué la tarde
repetimos
sino para un vago asombro de la luz,
de los espejos, para un vago asombro
que anula los presagios de la noche,
para los cuartos de hotel y la llegada de los trenes.
Para qué la tarde
sino para los retratos de hace años
para la envenenada gota del tiempo
suspendida sobre nuestra
inocencia?

De JAIME SABINES. A medianoche.

A medianoche, a punto de terminar agosto, pienso con tristeza en las hojas que caen de los calendarios incesantemente. Me siento el árbol de los calendarios. 

Cada día, hijo mío, que se va para siempre, me deja preguntándome: si es huérfano el que pierde un padre, si es viudo el que ha perdido la esposa, ¿cómo se llama el que pierde un hijo?, ¿cómo, el que pierde el tiempo? Y si yo mismo soy el tiempo, ¿cómo he de llamarme, si me pierdo a mí mismo? 

El día y la noche, no el lunes ni el martes, ni agosto ni septiembre; el día y la noche son la única medida de nuestra duración. Existir es durar, abrir los ojos y cerrarlos. 

A estas horas, todas las noches, para siempre, yo soy el que ha perdido el día. (Aunque sienta que, igual que sube la fruta por las ramas del durazno, está subiendo, en el corazón de estas horas, el amanecer)

viernes, 21 de marzo de 2014

De JORGE LUIS BORGES. De que nada se sabe.

La luna ignora que es tranquila y clara
y ni siquiera sabe que es la luna;
la arena, que es la arena. No habrá una
cosa que sepa que su forma es rara.
Las piezas de marfil son tan ajenas
al abstracto ajedrez como la mano
que las rige. Quizá el destino humano
de breves dichas y de largas penas
es instrumento de Otro. Lo ignoramos;
darle nombre de Dios no nos ayuda.
Vanos también son el temor, la duda
y la trunca plegaria que iniciamos.
¿Qué arco habrá arrojado esta saeta
que soy? ¿Qué cumbre puede ser la meta?

miércoles, 19 de marzo de 2014

viernes, 28 de febrero de 2014

De MIGUEL HERNANDEZ. Menos tu vientre.

Menos tu vientre,
todo es confuso. 

Menos tu vientre
todo es futuro
fugaz, pasado
baldío, turbio. 

Menos tu vientre,
todo es oculto,
menos tu vientre
todo inseguro,
todo postrero,
polvo sin mundo.


Menos tu vientre
todo es oscuro,
menos tu vientre
claro y profundo.






De MARGARET ATWOOD. En pleno verano.


Estamos en pleno verano,
el final de nuestra vida aquí ya se acerca.

¿Para qué construimos vallas?
No hay nada que podamos dejar fuera.

La mostaza silvestre, las larvas de polillas, las orugas
empujan los lindes de este espacio

que nos ha llevado diez años escardar.
Los campos de exuberante verde y desolados

como promesas, todavía fingen
que nos pertenecen. Pero nada

nos pertenece, ni siquiera las tumbas
al otro lado de la carretera, con los

nombres claramente cincelados.
Confiamos en que los manzanos,

muertos y vivos,
se despidan de nosotros.

Pero eso no sucede.

De DARÌO JARAMILLO AGUDELO. De la nostalgia 6

Es distinto este decir que aquel hechizo,
me repito enredado en la guerra de encontrar las palabras.
Ayer iluminación, hoy trampa, evasivo poema,
rescoldo apenas del vuelo del amor o el asombro,
huella penosa de las noches felices,
juego el poema de la luna conmigo, en la noche de ahora.
Está además el vano consuelo de mi desmemoria: que conozco la dicha.
Y está también la certeza más sabia y más inútil: que hay alguien dentro de mí perdido,
 que envejezco.
Fotografia: BCRamos, Cartagena, Colombia,

miércoles, 26 de febrero de 2014

De JUAN MANUEL ROCA. Revelación del rojo.

Tras la cortina de la lluvia,
El pàjaro cardenal. 

Un crepitar
Que arde y no se apaga.
Para Juan Felipe Robledo.

Juan Manuel Roca en el Carnaval Internacional de las Artes 2014, Barranquilla.

De ALEJANDRA PIZARNIK. La única herida

¿Qué bestia caída de pasmo
se arrastra por mi sangre
y quiere salvarse?
He aquí lo difícil:
caminar por las calles
y señalar el cielo o la tierra.

domingo, 9 de febrero de 2014

De Miguel Hernàndez. Encuentro.

Si te perdiera...
Si te encontrara...
bajo la tierra...
bajo la tierra del cuerpo mío,
siempre sedienta.

lunes, 27 de enero de 2014

ADIÓS A JOSÉ EMILIO PACHECO.

12
Arde el campo en el sol a mediodía.
Aquí todas las cosas se disponen
a renacer.

              Y entonces, de repente,
todo el jardín se yergue entre las piedras:
nace el mundo nuevo ante mis ojos.
De El reposo del fuego.

miércoles, 22 de enero de 2014

Entrevista a la poeta María Pugliese: sus respuestas y poemas en Isla Negra.

a contrapelo
cabalgamos llanuras
desiertos estepas
cima y sima 

nos elegimos viento 

flameamos entre mástiles
proas y popas
enaltecimos al agua
y aplacamos al polvo

por las terrazas y los terraplenes
por los sinuosos senderos de las villas
a la hora de la siesta
escandalizamos  el meneo de las hamacas y los barriletes
con alas de gaviotas
y temblor de palomas en celo

fuimos viento
herederos
del miedo a las catástrofes
fuimos giro torbellino ímpetu
trashumancia
                                             huérfanos
                                             del tibio arrullo
                                             previo
                                             al sueño profundo
nos elegimos viento
para deambular
por ciudades oscuras
a medianoche
y desprender sin pudores
las vestiduras del paisaje

ingenuos e ignorantes
nos elegimos viento
                                            dónde virar
                                            cómo reconocer
                                            encontrar
 

martes, 21 de enero de 2014

De DARÍO JARAMILLO AGUDELO. Conjuro.

Que el azar me lleve hasta tu orilla,
ola o viento, que tome tu rumbo,
que hasta ti llegue y te venza mi ternura.

sábado, 18 de enero de 2014

De JOSÉ EMILIO PACHECO. No me preguntes cómo pasa el tiempo.

En el polvo del mundo se pierden ya mis huellas;
 Me alejo sin cesar.
 No me preguntes cómo pasa el tiempo.
 Li Kiu Ling traducido por Marcela de Juan

Al lugar que fue nuestro llega el invierno
y cruzan por el aire las bandadas que emigran.
Después renacerá la primavera,
revivirán las flores que sembraste.
Pero en cambio nosotros
ya nunca más veremos
la casa entre la niebla.

De JOSÉ EMILIO PACHECO. Otredad, otra edad.

¿Qué pensaría de mi si entrara en este momento
y me encontrara en donde estoy, como soy,
aquel que fui a los veinte años?



miércoles, 15 de enero de 2014

De JUAN GELMAN. El juego en que andamos.

Si me dieran a elegir, yo elegiría
esta salud de saber que estamos muy enfermos, 
esta dicha de andar tan infelices.
Si me dieran a elegir, yo elegiría 
esta inocencia de no ser un inocente,
esta pureza en que ando por impuro.
Si me dieran a elegir, yo elegiría 
este amor con que odio, 
esta esperanza que come panes desesperados.
Aquí pasa, señores, 
que me juego la muerte.

ADIÓS A JUAN GELMAN. De Interrupciones II.


La casa
no está en el mar mi casa / ni en el aire /
en la gracia de tus palabras vivo /
eliezer ben jonon

domingo, 12 de enero de 2014

De DARÍO JARAMILLO AGUDELO. De la nostalgia, 8.


Hablo de las seis de la tarde con el cielo de un azul absoluto,
Hablo de recibir la madrugada montado en un caballo o en una carretera rumbo al mar.
Son instantes precisos, limpios de tiempo y sombra,
destellos del origen, blancura y fiesta.
Solamente si la música es silencio hay aquí música,
solamente si la música es el sonido del agua liminar.
Hablo de caminar a solas por el campo cercano a Santa Rosa,
del encuentro al azar con un amigo en una ciudad lejana.
Digo lo que me dicta mi corazón sereno,  la parte de mi alma dispuesta todavía al amor,
la del abrazo cálido, entrañable,
la parte que sobrevive esperando vencer a mi demonio.

De JUAN MANUEL ROCA. Diciembre.

Diciembre es
Un barco haciendo aguas,
Acaso el Titanic partido por un iceberg,
Cuando toca la orquesta
Y las parejas
Chocan sus copas de baccarat,
Mientras se hunden.
Diciembre desciende al fondo del mar,
Acaso el Titanic haciendo aguas:
Un bar con mesas bien dispuestas,
Sus botellas bamboleantes
Y una bella ahogada
Bailando entre medusas.

Llega hasta enero
El último gorgoteo del músico,
Su trombón anegado por el mar.
De Juan Manuel Roca en La farmacia del ángel.
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