Fotografía: Mauricio Ramírez, Goa, India
Marinero no amaba
el mar, amaba lo inabarcable. Las longitudes y latitudes, el meridiano de
Greenwich, la línea del Ecuador, el círculo polar ártico y el antártico, pero
no amaba el mar. Hubiera podido ser minero o aviador (declinó ser astronauta
por pavor a los conteos regresivos), pero se hizo marinero por irse más lejos y
estar callado. Ignorado en medio de nada, exento de referencias, seguro en la
soledad; en ese estado del hombre que facilita la muerte. Marinero era en el
mar solo un marinero. Era un hombre en obediencia. Hablaba quedo, como si
conversara con ácaros y bacterias. Ocasionalmente daba alaridos que nunca
justificó, pero estaban asociados a sus largos períodos de continencia. Cuanto
más efímero se sabía, más deseaba tener a su lado un perro grande y una ceiba
milenaria. Monólogos, voraces fantasías con hamburguesas de McDonald’s y
puntuales autocomplacencias físicas, eran sus alegrías cuando estaba en
altamar, además, la libertad que tenía para comer ajo y transpirarlo. Un miedo
antiguo lo asaltaba en cuanto tocaba tierra. En el mar era un marinero, pero en
tierra era un hombre sin definición (hubiera querido ser el primer terrero).
Cuando llegaba a puerto pisaba firme y caminaba rígido, aunque a veces se
bamboleaba inevitablemente, como si los pies tuvieran memoria. La misma mujer
lo esperaba en cada regreso. No era bella, tampoco fea. Era una mujer. Ligera
de palabras y profunda de carnes. Tenía el don de la lengua (no del lenguaje) y
cuando abría la boca, lo hacía con la arrogancia de las mujeres que están
próximas a pensionarse. Ella lo aguardaba siempre con sus aretes brillantes,
con sus insatisfacciones enumeradas y fotocopias ajadas del Kama Sutra.
Marinero no era en tierra un marinero. Era un hombre en obediencia. Escuchaba
las tonterías de la mujer y giraba un cheque en blanco una vez a la semana.
Ocasionalmente daba alaridos que nunca justificó, pero estaban asociados a sus
cortos períodos de convivencia. Cuanto más eterno se vislumbraba, más
menospreciaba las plantas y las mascotas. Silencios, prolongados ayunos y
rigurosas abstinencias, eran sus alegrías cuando estaba en tierra. Además, la
libertad que tenía para encerrarse a llorar en el baño. Un miedo inédito lo
asaltaba en cuanto se hacía a la mar, cuando entendía lo minúsculo del mundo y
lo insignificante que puede ser un hombre.
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