En la Torre de Pompeya vivió
un miembro de las fuerzas militares que tenía por costumbre entretenerse con el
caos que generaban sus prédicas populistas. Adornaba sus discursos con palabras
incendiarias; las ponía discretamente en diagonal, invertidas, paralelas,
verticales y cruzadas. Y el pueblo, que tiene debilidad por los eufemismos y
por resolver sopas de letras, había tomado por costumbre descifrarlas con el
fin de demostrar su coeficiente intelectual. Los empleados del sector público,
presumiendo de sagaces, afirmaban encontrar frases completas que ni al mismo
comandante se le hubieran ocurrido, pero que le atribuían a su visión de
estadista. Los notables industriales se abstenían de intervenir abiertamente
por temor a ser borrados de la lista de contratistas del Estado. El sector educativo
juzgaba que se trataba de arengas improvisadas y, por tanto, excusaba los
errores de ortografía y los vulgarismos. Entretanto, el pueblo se limitaba a resumir
las extensas peroratas en cortas frases memorables queriendo inmortalizar al
intrépido militar que habrían querido que fuera su papá o, por lo menos, su
padrastro. Lo que nadie pudo nunca sospechar era el proceso fisiológico a que
apelaba el comandante bajo el chorro de la ducha, con el cual se motivaba diariamente
a preparar sus discursos.
cuentosdeBCRamos
Entrada de Cristo en Bruselas, James Ensor.
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