En los días luminosos
de la infancia, Hermana Mayor cuidaba a sus hermanitas con el recelo con que lo
haría en cualquier lugar del mundo una hermana mayor. Las colocaba entre cuatro
perros bravos y les decía: “Ya vengo, no me demoro, espérenme un rato” y ese
rato podía ser de veinticuatro horas si Hermana Mayor estaba serena, porque si
tenía esa rabia que le revolvía las tripas, duraba quince días sin volver y a
las hermanitas se les ampollaban las nalgas y a los perros se les agotaba la
saliva terrorífica, pero nadie se movía de su sitio. Peor aún era verla
regresar a hacerse cargo de aquel desastre con la repugnancia con que lo haría
en cualquier lugar del mundo una hermana mayor, y observarla utilizando el
gancho de bajar mangos para mover a las hermanitas de un lado a otro, y
aumentando la ración de agua de panela para que los perros volvieran a estar
furiosos y salivosos. De ahí que las niñas eran nerviosas, y por eso Hermana
Mayor las amordazaba y les amarraba trapos entre las piernas, entre los brazos,
entre los dedos, les tapaba los oídos y hacía de ellas un bulto amorfo y les
prohibía pronunciar cualquier palabra sugerente como destornillador,
deshuesadero y macrocefalia; y las forzaba a dormirse bien temprano bajo
amenaza de obligarlas a casarse con miembros de las fuerzas militares. A veces,
cuando Hermana Mayor estaba muy sentimental, apagaba la luz y les contaba la
historia de una cosa sin nombre que no la dejaba en paz. A veces también
Hermana Mayor se acostaba a dormir entre los cuatro perros bravos salivosos y
se amarraba trapos entre las piernas, entre los brazos, entre los dedos, y se
tapaba los oídos y lloraba.
Del libro Palabras Pesadas. Obra de A. Modigliani.
Del libro Palabras Pesadas. Obra de A. Modigliani.
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