NADIME Y HOMBRE DE MIRADA ESTÉRIL
El amante de Nadime tiene una mirada estéril, como si le faltaran esas
dos pizcas de luz con que embellece la maldad los ojos de los humanos. Tiene los
hombros caídos como dos resbaladeros, y un trajinar de perro viejo. Es lo que
llaman un hombre gris y lo atribuyen a las rarezas de su madre, que alérgica a
las picaduras de mosquito entre vísperas y prima no prendía luces en la
casa. Un hombre que se habituó a vivir en la penumbra, bien distinto de Nadime a
quien le chorrean las babas por todo lo que resplandece, ya sean checas de
gaseosa, la tiara del imperio de Luxemburgo o las finas láminas de mica que
destellan desde el fondo de los charcos. Por eso nadie comprende qué delirio
pudo haberla conducido a convivir con quien prefiere las tinieblas y, además, vende
queso. A juntarse con un hombre como ese, que por gustarle andar a tientas se lesiona
con el filo de las puertas entreabiertas, y se puya las pupilas con las puntas
de los cuernos de venado que, como una feliz señal, comenzaron a poblar las
paredes del salón. Un hombre que le hace el quite al único poder auténtico del
que puede alardear un hombre, pese a las múltiples erecciones que tiene mientras
registra las ganancias de la venta de los quesos. Entonces busca a Nadime y se
le acerca por la espalda, pero no pasa de ahí. Después se lava las manos con
alcohol, y se acuesta en un chinchorro fascinado por la tersura de sus empeines.
Nadime, a quien todo lo sombrío le despierta los instintos predatorios, colocó puntiagudos
escalpelos en los cuernos de venado y no volvió a prender las luces. Da vueltas
en la penumbra y, con la paciencia de los creyentes, espera hasta que se cumpla
la voluntad de Dios todopoderoso, creador del cielo y de la tierra y de todo lo
visible y lo invisible.
Fotografía: Bertha C Ramos.
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