Papá fue un hombre de largas piernas y dudas infinitesimales. Le gustaban las carnes magras de res y de mujer ajena. No había noes más esteparios que los que escupía su boca, ni síes más pusilánimes que los expresados por su mirada. Alguna vez fuimos a acampar a orillas del río. Los cuatro. Mamá, mi hermana, él y yo. Esa noche, Papá bebió con furor y Mamá lloró con recato. Las sombras y la neblina se fundían cuando lo vi levantarse y tomar camino al monte. Fui tras él. Hablaba quedo. Palabras gruesas. Gestos groseros. Su cuerpo se irguió imponente en la medianoche. Abrió los brazos en cruz y apretujó las dos piernas hasta que se hicieron tronco. Papá fue transformándose en un árbol. Gigantesco, sus ramas pertenecían al universo. Estuvo irreconocible moviéndose con la brisa de un lado a otro y causando salvajes ruidos con las raíces. Floreció por voluntad. Luego se llenó de frutos. Entonces soltó una ronca y placentera carcajada. Sigilosamente mía. Las horas en que papá fue un soberbio árbol tallé sobre su corteza mis iniciales, F.H. Transité todas sus grietas. Recorrí todas sus ramas. Esa noche fue un titán, después volvió a ser papá. El hombre de largas piernas y dudas infinitesimales que amaba las carnes magras de res y mujer ajena. Cualquier día papá se fue y mamá lloró con recato. A mí me pareció un héroe.
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