Latino Buitrón no es homosexual, si fuera homosexual tendría la
cautelosa petulancia de las luciérnagas, una sofisticada interpretación del
universo y una ligera coloración agazapada entre las yemas de los dedos. Por años
los pescadores de la ciénaga lo han visto como se interna en un sendero que se
interna en un manglar que se interna en la Bahía de los Difuntos y desemboca en
la playa. Allí, cuando el mar se le descubre, el célebre ganador del premio
Nobel de la Paz de mil novecientos setenta y dos abre una silla de tijera y una
botella de aguardiente, y se despoja de su traje de abogado y se pone una
tanguita brasilera de magníficos volantes que la brisa atolondrada de la tarde
zarandea alegremente. Y mientras tiñe de carmín sus labios atrapamoscas
despliega una multitud de saturados aleteos y llantos ensortijados, y tiembla
como una hojita de naranjo que se agita al sonido de un violín. Latino Buitrón se
cree heterosexual. Si no se creyera eso no tendría esa fea catadura de fiera
domesticada, ni esa mueca de católico ferviente, ni esa beligerancia patrimonial,
ni esa dramática boa que se anuda alrededor de su garganta. No tendría que
soportar ese hervor que lo sofoca y que nunca deja en paz al premio Nobel de la
Paz.
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