Desde que tengo memoria me gustó apostarle al cero porque me parezco a él.
Nací en un sitio olvidado llamado Medio San Juan. Medio. Cualquiera podría
pensar que no es un sitio completo, pero su nombre se debe a que se
encuentra ubicado en el trayecto central del caudaloso San Juan. En un cruce
intrascendente de la selva con el río, donde nacen por igual las personas, los
helechos y las mulas, seducidos por el eco de las lluvias.
Recuerdo cuando mi madre se bañaba en esas aguas, cuando yo era para ella
una ilusión y ella para mí la vida. Nunca fuimos tan iguales, yo en mi
estanque, ella en el río. Yo sabiéndolo todo. Si el agua estaba revuelta, si mi
madre también, si los peces tropezaban nuestras piernas y la sangre nos
bullía, si sentíamos temor o complacencia. Yo sintiéndolo todo regalado. Todo
lo que parecía posible desde adentro.
Hasta aquella madrugada en que se terminó la gracia y me vi obligada a
conocerla. La vi por primera vez en medio de la espesura, en medio de nuestra
casa, en medio de una faena dolorosa. Hace treinta y siete años, en medio de
una tristeza inexplicable, en medio de una lluvia torrencial. Y era todavía más
bella, y más grande, y más heroica, de lo que yo había previsto. En aquel
momento, sólo mi respiración permanecía, lo demás, se quedó en blanco.
Ella me tomó en sus brazos y pronunció quedamente el nombre que había
escogido para mí, y trató de compensar, en adelante, el reclamo permanente
que yo hacía por haberme sacado de su vientre. Con el tiempo me di cuenta
de que existían otros niños en ese sitio olvidado llamado Medio San Juan, y
la llamaban mamá con exceso de confianza. Al principio los mantuvo a
distancia para ocuparse de mí, que me hallaba adolorida fuera del mullido
estanque y estaba desorientada sin la bulla de su entraña. Después me fue
abandonando y terminó por cargarme con la misma indiferencia con que se
llevaba al hombro las macetas de corozos que vendía en las chalupas que
pasaban por el río. Me refugié entre los niños que la llamaban mamá, quienes
pronto me advirtieron que todos en aquel sitio éramos iguales. Pero sentí
desde entonces que lo mío era distinto y nunca quise nombrarla como la
nombraban ellos; yo la llamaba mi madre, aunque no pude evitar que mis
palabras sonaran con la misma pesadumbre con que sonaban las suyas.
Nunca fuimos tan distintas, yo era nada, ella todo. Ella en dicha, yo en la
queja. Porque desaparecí desde aquella madrugada en que se rompió nuestro
lazo y me volví un cabo suelto. Crecí en el anonimato. No era nadie. No era
nada. Como si fuera tarada. Como si estuviera muerta.
En un invierno severo que destruyó los caminos apareció un extranjero. Yo
era menos que una sombra franqueando la adolescencia y lo vi en Medio San
Juan, en medio de la espesura, en medio de una misión para extranjeros.
Hace veinticinco años, en medio de una extrañeza inconfesable, en medio de
aquella lluvia torrencial.
Comerciaba con la leche de los cauchos y provocaba un respeto que lindaba
con el miedo. Para entonces, yo había aprendido los números y me destiné a
ser cero. El cero era como yo. Nos cruzamos una noche en que la selva estaba
llena de cocuyos. Fue un encuentro accidental como el del río y la selva, yo
iba y él regresaba por el mismo senderito. Se fijó súbitamente en mis ojos
asustados aumentando mi torpeza, sin embargo, pude emitir un saludo
completamente infantil y deslicé la mirada hasta encajarla en la suya con una
audacia reciente. Él me sostuvo en sus ojos con el brío que no habían logrado
nunca ni siquiera mis dos piernas; cuando vi sus nudillos de cauchero y su
estatura de roble, sentí que no estaba muerta, le asigné el número uno, el
primero, el más altivo, el más real.
Enfrente de nuestra casa habitaba el extranjero, en un bosque de cominos
que quedaba al otro lado del río. Todos lo llamaban Waco, después de mi
madre, era el ser más bonito que vivía en Medio San Juan y creo que en toda
la selva. Yo lo miraba de lejos, como se mira lo ajeno, y aguardaba aquella
hora en que levantara el dedo señalando a la mejor de las muchachas para
quedarse con ella por el tiempo que tardara su misión. Era una ley de la selva.
Pero Waco parecía inconmovible, y yo repetía su nombre por las noches,
monte adentro, echada sobre montones de hojas húmedas y muertas, y sentía
que mi boca se hacía agua, agua dulce pero hirviente.
Mi madre hacía muchos planes con las otras muchachas que la llamaban
mamá. Muchos planes en los que nombraba a Waco, de los cuales yo quedaba
descartada; pero un arrojo imprevisto me llevó a gritarle un día que yo no era
una tarada, sino que estaba vacía desde aquella madrugada en que se terminó
la gracia y me vi obligada a conocerla. Que había querido ser cero. Y la miraba
de frente y ella parecía esquivarme, como si sintiera pena. Nunca fuimos tan
lejanas como en aquellos momentos, ella escondida de mí, yo por fin
manifiesta.
Waco vino a nuestra casa la noche de los cangrejos. La gran marcha de
cangrejos fluorescentes que esperaban en la selva porque eran afrodisíacos.
Mi madre encendió una hoguera donde puso una olla enorme, y a mí me
dieron el trinche para que los recogiera. Mientras tanto, las muchachas se
ocupaban de satisfacer a Waco, que por efecto del fuego parecía un semidiós.
La noche estaba avanzada cuando se dejaron ver los cangrejos de vanguardia
y yo me acerqué hasta el río a cumplir con mi tarea. Escogí los más robustos
para él. Para él, eran sólo para él. Para que se conmoviera y levantara su gran
dedo señalando la más bella y acabara de esa forma mi agonía. En medio de
los festejos Waco nunca se movía de su silla; como a un rey, todo se lo hacían
llegar en una fuente de plata. Por eso, cuando él se puso de pie, y sus botas
se enlodaron para llegar al rincón donde me arrastraba yo, la selva se quedó
callada. Se escuchó en Medio San Juan cuando dijo que yo era la más bella.
El primero, el más altivo, el más real, esperando una palabra de mi boca, y yo
muda. En vista de mi silencio, se agachó y tendió su mano y me sostuvo en
su mirada como la primera vez que nos cruzamos. A mí, a la más bruta de
todas las que había en Medio San Juan.
Si eso hubiera sido todo, habría sido suficiente para dejar de sentirme como
cualquier sabandija, pero no fue suficiente para Waco. Quiso llevarme a su
silla y me cedió la bandeja con los cangrejos más grandes, los mismos que yo
había escogido para él, solamente para él; y los ojos de mi madre parecían
perseguirme como grandes reflectores, y, cuando les hice frente, me di cuenta
que era una mujer normal, menos bella y más pequeña de lo que yo había
ideado. Más heroica, sin duda. Entonces Waco me perteneció, y con él la selva
entera.
Es domingo y hace frío en las laderas de los Alpes. Junto al fuego Waco se ve
gigantesco estirado en el sillón desde donde mira el lago mientras juega con
el humo de su pipa. Siempre voy a su derecha y a él le gusta mi lugar.
Contemplando la serenidad del agua me acuerdo constantemente de mi
reposado estanque y de las aguas agitadas en que nadaba mi madre. De
ambas cosas. Ella sigue allá en la selva, al otro lado del mundo en un cruce
intrascendente de la selva con el río. Nunca fuimos tan cercanas como ahora
que estamos tan distantes, y que ella está en lo suyo y yo en lo mío.
Mención en el Concurso Interamericano de Cuentos 2004. Buenos Aires, Argentina.
Del libro Palabras Pesadas.
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