Nadie conoce su nombre porque hasta los celadores de la Torre de Pompeya
la llaman el pajarraco. Y es que esa pedicurista es obstinada, aun sabiendo
que le causa repugnancia su trabajo, lo realiza diariamente con la rigurosidad
de un cirujano. Eso sí, en cuanto toma el alicate, al pajarraco se le escapan
unos suspiros cortitos y unas sonrisas torcidas y un viejo resentimiento. Zaz,
zaz, zaz pedacitos de cutículas. Zaz, zaz zaz decapitadas las uñas. Jamás se
dirige a sus clientes. Zaz, zaz, zaz les propina golpecitos a los pies. Zaz, zaz,
zaz, les señala con el índice cómo tienen que moverse, y si los pies no
obedecen, reprueba con la cabeza y los castiga con el mango de la lija. Eso sí,
las uñas quedan perfectas. Cuando acaba su tarea parece que el pajarraco se afligiera, y de la gruesa mata de pelo asoma un rostro desconsolado que pregunta
con angustia: “¿Le gustó?”.
Del libro Palabras Pesadas.
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