ACCIÓN DE GRACIAS
En el centro de la puerta de su casa un hombre pintó la Rosa de Lutero,
blanca, discretamente pentagonal, y depositaria del corazón que conteniendo una
cruz proclama la salvación por la fe en Cristo. Con esto el hombre advertía a
sus vecinos cuales eran sus creencias. Él no tenía obligación de realizar
buenas obras, o de ofrecerse a mover la vieja silla de ruedas en que padecía su
madre, o ayudar en los bazares en pro de damnificados que hacían en el vecindario.
Todo lo que le importaba, fuera de aumentar su fe para conseguir la gracia, era
la reproducción de sus pericos australianos. Quizá por esta razón comenzaron a
ignorarlo y no volvieron a meter por debajo de su puerta la estampita que
anualmente le dejaban con la imagen del San Francisco de Asís en éxtasis, de Caravaggio, ni volantes invitando a reelegir al delincuente presidente, ni ofertas
de sushi criollo o de pizzas de mondongo, ni facturas de paquetes de pospago o
propuestas indecentes de prepago. Como si la casa no existiera.
Cualquier día murió la madre y el luterano la enterró rápidamente en
compañía del sepulturero. No hubo sobre el cajón ni una ínfima corona, pero se sentía en el barrio cierto espíritu de duelo. Cuando el hombre regresó del
cementerio se detuvo en una tienda a beberse unas cervezas con la mortificación
con que suelen embriagarse los devotos, aunque al cabo de unas horas recobró su
petulancia para gritar a viva voz que en el día de Acción de Gracias celebraría
por lo importante: del último apareamiento de pericos australianos habían
nacido pichones con pico tornasolado. Hacía frío y las cortinas de las casas
cabeceaban con la brisa, como si fueran cometas.
Fotografía: Bertha C Ramos. Las Cañitas, Buenos Aires.
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