viernes, 18 de diciembre de 2009

Lanzamiento del libro MUJERES QUE ALZAN LA VOZ, Buenos Aires.


MUJERES QUE ALZAN LA VOZ, lanzado en Buenos Aires el 14 de diciembre, publicación de cuentos y poemas premiados en los Concursos Interamericanos de Cuento y Poesía 2005-2008. Fundación Avon. Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires,( MALBA).

UN CERO EN MEDIO SAN JUAN.
Por Bertha Cecilia Ramos.
Desde que tengo memoria me gustó apostarle al cero porque me parezco a él. Nací
en un sitio olvidado llamado Medio San Juan. Medio. Cualquiera podría pensar que
no es un sitio completo, pero su nombre se debe a que se encuentra ubicado en el
trayecto central del caudaloso San Juan. En un cruce intrascendente de la selva con
el río, donde nacen por igual las personas, los helechos y las mulas, seducidos por
el eco de las lluvias.
Recuerdo cuando mi madre se bañaba en esas aguas, cuando yo era para ella una
ilusión y ella para mí
la vida. Nunca fuimos tan iguales, yo en mi estanque, ella en el
río. Y yo sabiéndolo todo. Si el agua estaba revuelta, si mi madre también, si los
peces tropezaban nuestras piernas y la sangre nos bullía, si sentíamos temor o
complacencia. Yo sintiéndolo todo regalado. Todo lo que parecía posible desde
adentro.
Hasta aquella madrugada que se terminó la gracia y me vi en la obligación de
conocerla. La vi por primera vez en medio de la espesura, en medio de nuestra
casa, en medio de una faena dolorosa. Hace treinta y siete años en medio de una
tristeza inexplicable, en medio de una lluvia torrencial. Y era todavía más bella y más
grande y más heroica de lo que yo había previsto. Entonces, sólo mi respiración
pareció pertenecerme, lo demás se quedó en blanco.
Ella me tomó en sus brazos y me marcó con el nombre que me había destinado
ingenuamente, y pagaba día a día con miradas absolutas, mi reclamo de sacarme
de su vientre. Con el tiempo me di cuenta que otros niños existían en ese sitio
olvidado llamado Medio San Juan, y la llamaban mamá con exceso de confianza. Al
principio los mantuvo a distancia para ocuparse de mí, que me dolía todo el cuerpo
sin el reposado estanque y estaba desorientada sin la bulla de su entraña. Después
me fue abandonando y terminó por cargarme con la misma indiferencia con que se
llevaba al hombro las macetas de corozos que vendía en las chalupas que pasaban
por el río. Me refugié entre los niños que la llamaban mamá quienes me abrieron un
sitio no sin antes advertirme que el lugar era perpetuo, y nunca quise nombrarla a su
manera, porque lo mío era distinto. Yo la llamaba mi madre, aunque no pude evitar
que mis palabras se oyeran con la misma pesadumbre con que sonaban las de
ellos.
Nunca fuimos tan distintas, yo vacía, ella completa. Ella en dicha, yo en la queja.
Porque yo me quedé en blanco desde aquella madrugada que se rompió nuestro
lazo y me sentí un cabo suelto, como si fuera tarada. Crecí en el anonimato. No era
nadie. No era nada. Como si estuviera muerta.
En aquel invierno bravo que acabó con los caminos apareció el extranjero. Yo era
menos que una sombra franqueando la adolescencia y lo vi en Medio San Juan, en
medio de la espesura, en medio de una misión para extranjeros. Hace veinticinco
años, en medio de una extrañeza inconfesable, en medio de aquella lluvia torrencial.
Comerciaba con la leche de los cauchos y provocaba un respeto que lindaba con el
miedo. Para entonces, yo había aprendido los números y me destiné a ser cero, el
cero era como yo. Nos cruzamos una noche en que la selva estaba llena de
cocuyos. Fue un encuentro accidental como el del río y la selva, yo iba y él
regresaba por el mismo senderito. Se fijó de forma absurda en mis ojos apocados
aumentando mi torpeza, sin embargo, pude emitir un saludo completamente infantil y
deslicé la mirada hasta encajarla en la suya con una audacia reciente. Y cuando vi
sus nudillos de cauchero y su estatura de roble, sentí que no estaba muerta, y me
sostuvo en sus ojos con el brío que no habían logrado nunca ni siquiera mis dos
piernas. Le asigné el número uno, el primero, el altivo, el vertical.
El extranjero hizo nido al otro lado del río en el bosque de cominos que enfrentaba
nuestra casa. Todos lo llamaban Waco y después de mi madre era el ser más bonito
que vivía en Medio San Juan y creo que en toda la selva. Yo lo miraba de lejos como
se mira lo ajeno y esperaba que acabara el alboroto que tenían en torno a él, cuando
extendiera su dedo señalando la mejor de las muchachas para quedarse con ella por
el tiempo que tardara su misión. Era una ley de la selva. Pero Waco parecía
inconmovible, y yo repetía su nombre por las noches monte adentro, echada sobre
montones de hojas húmedas y muertas y era como una descarga y la boca se hacía
agua, agua dulce pero hirviente.
Mi madre hizo muchos planes con esas otras muchachas que la llamaban mamá.
Muchos planes que se referían a Waco de los cuales yo quedaba descartada, y
nuevamente poseída por un arrojo fortuito, quise gritarle en la cara que yo no era
una tarada, sino que estaba vacía desde aquella madrugada. Había querido ser
cero. Y la miraba de frente y ella parecía esquivarme, como si tuviera pena. Nunca
fuimos tan lejanas como en aquellos momentos, ella guardada de mí, yo por fin
manifiesta.
Waco vino a nuestra casa la noche de los cangrejos. La gran marcha de cangrejos
fluorescentes que esperaban en la selva porque eran afrodisíacos. Mi madre
encendió una hoguera para colocar la olla y a mí me dieron el trinche para que los
recogiera y los echara al agua hirviendo, mientras tanto las muchachas se ocupaban
de satisfacer a Waco que por efecto del fuego, y su cara de extranjero, parecía un
semidiós. La noche estaba avanzada cuando se dejaron ver los cangrejos de
vanguardia y yo me acerqué hasta el río a cumplir con mi tarea. Escogí los más
robustos para él. Para él, eran sólo para él. Para que se estremeciera y levantara su
gran dedo señalando la más bella y terminara mi agonía. Todo se lo hacían llegar en
la bandeja de plata sin que Waco se moviera de su silla, por eso, cuando se levantó,
y sus botas se enlodaron para alcanzar el rincón donde me arrastraba yo, la selva se
quedó callada. Se escuchó en Medio San Juan cuando dijo que yo era la más bella.
El primero, el altivo, el vertical, esperando una palabra de mi boca como si yo
hubiera podido responderle. En vista de mi silencio, se agachó y tendió su mano y
me sostuvo en su mirada como la primera vez que nos cruzamos. A mí, la más bruta
de todas las que había en Medio San Juan.
Si eso hubiera sido todo, hubiera sido bastante para dejar de sentirme como
cualquier salamandra, pero no fue suficiente para Waco. Quiso llevarme a su silla y
me cedió la bandeja con los cangrejos más grandes. Los mismos que yo había
escogido para él, solamente para él, y los ojos de mi madre parecían perseguirme,
como si estuviera eufórica. Y cuando les hice frente, me di cuenta que era una mujer
normal, menos bella y más pequeña de lo que yo había ideado. Más heroica, sin
duda. Entonces Waco me perteneció, y con él la selva entera.
Han pasado varios años desde que me vine a Suiza como la esposa de Waco y me
puse a su derecha, siempre voy a su derecha, y él hace sombra en mi izquierda
como un viejo guayacán, y repite todavía que no hubo en Medio San Juan nadie
parecido a mí.
Es domingo y hace frío en las laderas de los Alpes. Junto al fuego, Waco se ve
gigantesco estirado en el sillón desde donde mira el lago de Lugano, mientras juega
con el humo de su pipa. Él me quiere a su derecha para sentirse completo y yo
descanso en el primero, el altivo, el vertical, contemplando satisfecha la serenidad
del agua. Y me acuerdo del letargo de mi estanque y de las aguas agitadas en que
nadaba mi madre. De ambas cosas. Ella sigue allá en la selva al otro lado del
mundo, en un cruce intrascendente de la selva con el río. Nunca fuimos tan
cercanas como ahora que la veo a la distancia, ella esclava de lo suyo, yo por fin en
lo mío.

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