Rosario, la hechicera andaluza, llevaba muchos años peleando contra los demonios. El peor de los satanases había sido su suegro. Este malvado había muerto acostado en la cama, la noche que exclamó: ¡Me cago en Dios! y el crucifijo de bronce se desprendió de la pared y le partió el cráneo.
Rosario se ofreció a desdiablarnos. Nos tiró a la basura nuestra bella máscara de Lucifer y desparramó una humareda de ruda, mejorana y laurel bendito. Después clavó en la puerta una herradura con las puntas hacia afuera, colgó algunos ajos y derramó, aquí y allá, puñaditos de sal y montones de fe.
-Al mal tiempo, buena cara, y a las hambres, guitarrazos- dijo.
Y dijo que ahora nos tocaba a nosotros, porque la suerte no ayuda si uno no la ayuda a ayudar.
De El libro de los abrazos.
Imagen: Otto Dix.
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