Cesáreo Sosa
aborrece las pequeñas cosas. Es ajeno a los aleteos de las moscas, a las
mujeres y lo efímero. Es corredor de bolsa, admirador de la Gran Muralla China,
del Muro de los Lamentos y el Cañón del Colorado. Eugenia Marín hubiera querido
internarse en el monasterio de las Carmelitas Descalzas y dedicarse a tejer
lindas manoplas para bebé, pero conoció a Cesáreo Sosa, y él le dijo que ella
estaba destinada a grandes cosas: que ese luto permanente de sus ojos andaluces
era un gancho extraordinario para atraer inversionistas. Así que, Eugenia Marín
abandonó la idea de ser una monja mendicante, y, desde hace veinte años,
convino en practicar el modelo capitalista de Cesáreo como una buena forma de
sociedad conyugal. Al presente, parecerían la pareja perfecta. El día de
Navidad festejan sus maniobras financieras en un alto sembrado de eucaliptos
donde extienden un mantel sobre el que colocan viandas. Cesáreo almuerza
primero, Eugenia lima sus uñas. Cesáreo pasa las sobras, Eugenia mastica suave.
Cesáreo limpia sus dientes con un palillo. Eugenia Marín de Sosa mira el valle
con el luto permanente de sus ojos andaluces. El viento se siente helado.
Después, como católicos ejemplares, se van directo a la iglesia a recibir la
comunión.
cuentosdeBCRamos. Del libro Palabras Pesadas..
Obra de Óscar Kokoschka
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