martes, 10 de noviembre de 2009

HISTORIA DE UN MARINERO QUE ABORRECÍA TIERRA Y MAR. Bertha C. Ramos.

Fotografía: Mauricio Ramírez, Goa, India

Marinero no amaba el mar, amaba lo inabarcable. Las longitudes y latitudes, el meridiano de Greenwich, la línea del Ecuador, el círculo polar ártico y el antártico, pero no amaba el mar. Hubiera podido ser minero o aviador (declinó ser astronauta por pavor a los conteos regresivos), pero se hizo marinero por irse más lejos y estar callado. Ignorado en medio de nada, exento de referencias, seguro en la soledad; en ese estado del hombre que facilita la muerte. Marinero era en el mar solo un marinero. Era un hombre en obediencia. Hablaba quedo, como si conversara con ácaros y bacterias. Ocasionalmente daba alaridos que nunca justificó, pero estaban asociados a sus largos períodos de continencia. Cuanto más efímero se sabía, más deseaba tener a su lado un perro grande y una ceiba milenaria. Monólogos, voraces fantasías con hamburguesas de McDonald’s y puntuales autocomplacencias físicas, eran sus alegrías cuando estaba en altamar, además, la libertad que tenía para comer ajo y transpirarlo. Un miedo antiguo lo asaltaba en cuanto tocaba tierra. En el mar era un marinero, pero en tierra era un hombre sin definición (hubiera querido ser el primer terrero). Cuando llegaba a puerto pisaba firme y caminaba rígido, aunque a veces se bamboleaba inevitablemente, como si los pies tuvieran memoria. La misma mujer lo esperaba en cada regreso. No era bella, tampoco fea. Era una mujer. Ligera de palabras y profunda de carnes. Tenía el don de la lengua (no del lenguaje) y cuando abría la boca, lo hacía con la arrogancia de las mujeres que están próximas a pensionarse. Ella lo aguardaba siempre con sus aretes brillantes, con sus insatisfacciones enumeradas y fotocopias ajadas del Kama Sutra. Marinero no era en tierra un marinero. Era un hombre en obediencia. Escuchaba las tonterías de la mujer y giraba un cheque en blanco una vez a la semana. Ocasionalmente daba alaridos que nunca justificó, pero estaban asociados a sus cortos períodos de convivencia. Cuanto más eterno se vislumbraba, más menospreciaba las plantas y las mascotas. Silencios, prolongados ayunos y rigurosas abstinencias, eran sus alegrías cuando estaba en tierra. Además, la libertad que tenía para encerrarse a llorar en el baño. Un miedo inédito lo asaltaba en cuanto se hacía a la mar, cuando entendía lo minúsculo del mundo y lo insignificante que puede ser un hombre.
CuentosdeBCRamos. (Del libro Palabras Pesadas.

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