Hay horas, en que de repente te inunda por entero
la nostalgia de lo inexpresable -igual que el recuerdo
indefinido y opaco del sabor de un fruto
que alguna vez comiste, hace años, cuando eras niño,
un día lejano, soleado- y quieres recordar
y se te escapa. Tus ojos
se llenan entonces de un matorral de tiempos infantiles perdidos.
Y a lo mejor de lágrimas.
Por esto, les digo, créanle siempre a un hombre que llora.
Es el instante en que su mano les extiende
amordazado y enorme
Aquello que nunca habrá de decir.
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