María tuvo la sospecha de que, quien la había
estado observando desde la puerta entreabierta de su rancho, era el diablo.
Por su fino porte de caballero medieval. Por sus exageradas emisiones de
testosterona. Por su piel escarlata y sus dientes impulsivos. Porque solo un hombre
reconciliado con un destino satánico podría mirar a una mujer con tanta condescendencia
y tanto amor. Porque de haberlo presentido tantas noches ya le
resultaba familiar, y porque de haberse aterrorizado tantas veces
esperándolo, María se sentía aliviada.
Le habló despacio, temiendo que únicamente él
pudiera comprender en arameo.
⸺¿Quién eres?
⸺No soy. Me imaginan.
⸺¿De dónde vienes?
⸺No vengo. Me traen.
⸺¿A dónde vas?
⸺No voy. Me retienen.
⸺¿Cómo te llamas?
⸺No me llamo. Me llaman ⸺dijo
complacido⸺ y yo respondo presuroso.
Entonces María supo que sí era él y le pidió que
entrara. Como el diablo jamás rehúye a la tentación, una vez cruzó el umbral,
ya era un diablo encarnado. Dicen quienes fueron testigos de ese encuentro
que en aquel rancho parecieron juntarse la luz y las tinieblas, los
mares y la tierra, como antes de que ocurriera la Creación. Que el aire olía a
naranjas y que, desde entonces, no conocieron una mujer más presumida que María ni tampoco un diablo tan sumiso.
cuentosdeBerthaCRamos. Del libro Palabras Pesadas.
Obra de Oswaldo Guayasamín.
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