En
las aguas tibiecitas de Acapulco, a mediados de un verano, estaba nadando un
hombre tonto y grande. Lo miraba fijamente una mujer pequeña y triste. Tan
triste estaba la mujer, que el hombre grande la montó sobre su espalda como
subiéndola a la proa de una barca y echó a nadar mar adentro. Ella iba muda, él
pensativo. Ella quieta, él diligente. El hombre braceó bordeando la costa de
California y dio la vuelta por Alaska para mostrarle a la mujer triste las
brillantes espirales de las auroras boreales. Enseguida remontó el litoral
accidentado de Groenlandia, bajó por el Mar del Norte y la acercó de medianoche
a los pendientes farallones de la costa del Cantábrico. De allí descendió hasta
el golfo de Guinea, cruzó cuidadosamente el canal de Mozambique y llegó a la
hora precisa en que el sol vuelve un espejo la bahía de Bengala. Tomó aire en
el estrecho de Malasia. En las aguas de Borneo le hizo el amor. Hombre terco.
Se atrevió a pasar con ella el Mar de China. En las playas filipinas descansó,
y removió las colonias coralinas crecidas en sus cabellos. Hombre grande,
tonto, fuerte y temerario. Olas grandes lo golpearon al sortear la fosa de las
Marianas, y envuelto en un torbellino de organismos vegetales, las corrientes
submarinas lo arrastraron trayéndolo de regreso hasta las aguas tibiecitas de
Acapulco. A mediados de un verano, años después, el mar devolvió dos cuerpos a
la playa. El de una mujer pequeña de semblante muy feliz y el de un hombre
grande y triste.
cuentosdeBCRamos, del libro Palabras Pesadas.
Marc Chagall, La creación del hombre.
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