Como cualquier colombiano papá desapareció de un momento a otro y sin dejar ninguna huella. Papá no alcanzó a morir de muerte natural, sino desapareció, como les sucede a muchos, de desaparición natural. La prensa dejó entrever que se había incorporado a las filas de un movimiento guerrillero. Se dijo que con treinta y cuatro años y una precaria educación, a papá le daría lo mismo militar en el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, o en cualquiera de las múltiples facciones idealistas que se armaron en la América del Sur. Los últimos que lo vieron, bajo un sol crepuscular, dijeron haberlo visto manoteándole a un sujeto vestido de camuflaje cuyas botas no podían precisarse porque el monte estaba alto, así que nunca se supo en manos de quién se lo tragó la selva. Mamá no volvió a la iglesia ni quiso saber de Dios y, como una viuda más por causa de la violencia, se dedicó maldecir. A veces fue más allá de las maldiciones, recurrió a la aguda hoja de un cuchillo de cocina y destajó secretamente algunos vientres tratando de rescatar una migaja de papá. Pero fue inútil, con los días papá no fue más que un nombre en una lista interminable de olvidados. Al cabo de algunos años lo encontraron en fondo de una fosa comunal, había sido ejecutado por guerrillero. Mamá dijo que era un crimen. Al final, como tantas otras viudas por causa de la violencia, decidió guardar silencio. Eso sí, mandó a pintar un aviso en el frente de la casa que decía: “Por desaparición forzada de personas se entenderá la aprehensión, la detención o el secuestro de personas por un Estado o una organización política o con su autorización, apoyo o aquiescencia, seguido de la negativa a informar sobre la privación de la libertad o dar información sobre la suerte o el paradero de esas personas con la intención de dejarlas fuera del amparo de la ley por un periodo prolongado (Estatuto de Roma, 1998, citado en CNMH, 2016, página 39)”
cuentosdeBCRamos.
Alejandro Obregón, Violencia.
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