domingo, 7 de junio de 2020

EL NOBEL. Bertha C Ramos.


Latino Buitrón no es homosexual, si fuera homosexual tendría la cautelosa petulancia de las luciérnagas, una sofisticada interpretación del universo y una ligera coloración agazapada entre las yemas de los dedos. Por años los pescadores de la ciénaga lo han visto como se interna en un sendero que se interna en un manglar que se interna en la Bahía de los Difuntos y desemboca en la playa. Allí, cuando el mar se le descubre, el célebre ganador del premio Nobel de la Paz de mil novecientos setenta y dos abre una silla de tijera y una botella de aguardiente, y se despoja de su traje de abogado y se pone una tanguita brasilera de magníficos volantes que la brisa atolondrada de la tarde zarandea alegremente. Y mientras tiñe de carmín sus labios atrapamoscas despliega una multitud de saturados aleteos y llantos ensortijados, y tiembla como una hojita de naranjo que se agita al sonido de un violín. Latino Buitrón se cree heterosexual. Si no se creyera eso no tendría esa fea catadura de fiera domesticada, ni esa mueca de católico ferviente, ni esa beligerancia patrimonial, ni esa dramática boa que se anuda alrededor de su garganta. No tendría que soportar ese hervor que lo sofoca y que nunca deja en paz al premio Nobel de la Paz.


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