Cuando el cónsul de Zimbabwe llegó con sus siete hijos, en la torre de Pompeya pintaron de color negro los pasamanos pensando en lo que sería tener que despercudirlos cada dos o tres semanas. Pero pudieron hacerlo de manera muy discreta y lograron que pareciera una audacia decorativa. Y a tal punto se mostraron amigables, que cualquiera hubiera dicho que todos en ese barrio tenían nivel de diplomáticos. Sin embargo, el cónsul no se prestaba a saludarlos. Se cruzaban y miraba para el techo, y subía las escaleras por el centro rodeado de su familia, y observaban con recelo el pasamanos y evitaban las manijas de las puertas y cerraban de inmediato las ventanas de su auto platinado. Con el paso de los días el cónsul se fue volviendo más amigable y el portero parecía su empleado y las muchachas de servicio comenzaron a pelearse para cuidarle los niños cuando cumplía una misión diplomática. A veces prestaba libros a un escuálido exiliado que vivía en el penthouse, y en algunas fiestas patrias lo vieron con sus ojazos africanos encendidos de alegría. Pero no estuvo nunca tan risueño como el día en que fue anfitrión de sus vecinos. Quedaron sobrecogidos de no encontrar en su casa ni tambores, ni colmillos, ni máscaras de madera, ni trapos multicolores. Lo que les incomodó fue que el cónsul de Zimbabwe pintó la casa de negro, solamente dejó en blanco los delicados inodoros.
cuentosdeBCRamos. De En la Torre de Pompeya.
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