lunes, 27 de agosto de 2012

EL DOMADOR. Por Bertha C Ramos.


A ese hombre siempre lo vieron solo. Solo siempre. Grueso y grave. Un paso detrás de otro, diariamente idéntica ruta. De la casa a la oficina, al casino, a la oficina, a la panadería, a la farmacia, a la casa. Dicen que tenía mujer, que a ella le faltaba un dedo, pero le sobraba puntería, que olía a carne humana y él cargaba con su olor sobre la ropa con la resignación con que cargaba con los años. Verlo parado junto a un semáforo era como ver una motoniveladora o una gran piedra de amolar. Dicen que en cambio ella parecía una miniatura china, y que cuando discutían a él se le aguaban los ojos. Que le compraba bocadillos y arequipe porque el dulce le dilataba las pupilas y la obligaba a recluirse en la penumbra de la alcoba. En ocasiones, él caminaba con las manos en los bolsillos del pantalón y los labios apretados, y hubo quien asegurara que era porque ella amenazaba con suicidarse cuando él llegaba silbando. Verlo entrar a la casa era como ver una rabia o un miedo encarnados. Mustio siempre. Alto y solo. Cualquier día de un octubre en que no llovió, rompió su ruta habitual y se fue detrás de un circo. Dicen que ahora es domador de fieras. Uno experto. Que verlo reventar el látigo, es como ver un arrepentimiento o poder palpar un orgasmo. También existe el rumor de que un aullido raya el silencio de las noches. Es ella, que lo llama incesantemente.
Del libro Palabras Pesadas
Picasso, Hombre con espada.

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