ENCRUCIJADA
Frente a la muerte de la mamá una familia muy
reputada se encontró en una encrucijada. Reunidos ante el cadáver no lograban
concertar la manera de peinarla. Fue un debate larguísimo. Por aquello de la
elegancia los ancianos hicieron campaña por un moño francés del siglo XVIII,
aunque creyeron prudente esconderle las manos (y las uñas torcidas) entre
guantes de raso. Preservando su condición de madre muerta los hijos preferían
cubrirla con una chalina blanca, porque santidad y poder eran una fusión
pomposa para un recuerdo póstumo. En aras de la estética los artistas de la
familia quisieron una semblanza de La Gioconda, pese al gesto contrariado que
tenía por la falta de dientes. Pero estaba, además, la opinión de los más
jóvenes (puro brillo y taches), que se inclinaban por ver a la vieja hacerse
polvo depilada, libre de pelo prehistórico. Si acaso un penacho colorado, como
un zarpazo en el cráneo, a la medida de sus sátiras seniles. Como no hubo
concertación en un tema tan complicado, el acuerdo fue un revoltijo de cosas y
una bonita foto de ella cuando cumplió quince años que pusieron sobre la tapa
cerrada del ataúd. Así, mientras una avalancha de besitos y apretones de mano
sellaba el pacto de la sangre, sofocada entre arandelas de satín, en una
calurosa tarde de finales de septiembre y con el cabello hecho un desastre, entraron a la mamá al horno crematorio.
Cuentosde Bertha C Ramos.
La madre muerta, Edvard Munch
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