El día que Lucy murió su colección de perfumes
quedó alineada en el quicio de una ventana. Insignificante sin Lucy. Sin
ninguna función, como muchas otras cosas que de tanto haber guardado, quedaron
sin ser usadas. Como las vocaciones, el hemisferio izquierdo de su cerebro o su
aparato reproductor. Dispuestos los frascos de tal manera, que la luz del sol
crepuscular los atravesaba y coloreaba su cara mientras ella se miraba en el espejo
después de la hora de nona. Lucy verde, Lucy ámbar, Lucy roja, Lucy pálida o
cetrina. ¡Ay Lucy! Una vida larga y sola en una espaciosa casa repleta de
colecciones. Algunas inapreciables, como antiguos zapatos japoneses o sillas
marroquíes de tres patas. Otras bastante curiosas; montones de fúrculas
esternales -pequeños huesos de ave llamados de los deseos-, y minuteros de
cobre. Pero en su mayoría, objetos inútiles. Como queriendo guardar su historia
Lucy dejó fechados sus uñas, los cabellos cortados a lo largo de su vida y los
dientes extraídos. Conservó trozos de yeso que fijaron fracturas de huesos
propios y ajenos, así como malas palabras y las sandeces de George Bush escritas
con tinta roja. Guardó en cajas de bocadillo veleño cientos de pirinolas y de
fichas de dominó (doble seis que habían sido ahorcados), y gran cantidad de ácido
graso Omega 3 que no hubiera podido consumir ni en cinco vidas. ¡Ay Lucy!
Intentó conservarse sana y bella, aunque no pudo hacer nada para no sentirse
triste. Porque la hacían llorar inconsolablemente las herramientas, los virus y
las bacterias imperceptibles y las retorcidas metáforas del Apocalipsis, así
como la falsa prepotencia de las mujeres casadas.
Lucy murió en el breve lapso que separa un segundo
de otro. Se esfumó sin presentimientos, sin señales divinas o malignas, ni ojos
acobardados. Sin efectos colaterales, como le sucede a cualquier mosca o a
cualquier hombre cuando a todos los soles y las lunas y galaxias, los protones
y neutrones, y teorías y demostraciones, y amores y frustraciones, los
transforma la negrura en colección de fantasías. Si Lucy hubiera sabido que la
muerte podía ser tan inflexible habría hecho un testamento minucioso. Pero no
hay nada que obligue a un hombre a especular sobre su hora. Menos a Lucy, cuya
ambición era ser coleccionista.
Difícil fue, para sus deudos, desmontar el
escenario que encontraron tras las puertas de la casa. Doloroso. Por aquello
que pone a un hombre sentimental. Por lo irrisorio del saber y el no saber, del
tener y no tener y tantos verbos conjugados. Tan penoso, que resolvieron hacer
fuego en los quinientos cincuenta y tres cuencos tibetanos que guardaba y
lograron una hoguera extraordinaria. Una sábana de fuego arropó el cuerpo de
Lucy extendido sobre la cama, y algunos meses después construyeron en ese lote
un parqueadero.
Fotografía: Bertha C Ramos. Hanoi, Vietnam.
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