Usted
desgració mi vida y ya no daré más vueltas sobre lo mismo. Usted desgració mi
vida y punto. Estoy hablando de ayer, apenas ayer, no hace más de veinticuatro
horas. Fue suya la idea de que fuéramos al puerto a recibir al Yuan Shikai, el
coloso de la fuerza naval china que por primera vez tocaba tierra en
Suramérica. Usted no solía dejarse dominar por sus casuales impulsos, pero esta
vez fue distinto;
me habló con absoluto convencimiento y no pude negarme a
acompañarla. La tomé fuertemente de la mano cuando llegamos al puerto y la
llevé por las extensas avenidas indicándole con suma claridad la manera de
comportarse en este tipo de sucesos. No me hubiera perdonado verla teniendo un
traspié. La educaba a mi manera y usted ya se había habituado a mis lecciones.
Era amorosa y humilde, además, ese día estaba hermosa. La luz caía en su rostro
con destellos tornasolados y su cabello rizado se mantenía en suaves bucles a
pesar del asalto de la brisa. A través de numerosos altavoces el himno de la
ciudad se repetía sin parar, en los cruces de las calles serpenteaban
banderines y guirnaldas. El puerto estaba de fiesta, usted estaba preciosa y
extrañamente excitada. Yo, que conocía de memoria los compases de su pecho, lo
sentía estremecerse por debajo de su blusa y apurábamos el paso porque
estábamos ansiosos por llegar hasta la nave que había atracado en el muelle
apenas rayando el alba. Mi afán era complacerla, y el suyo... quizás presagiaba
usted que el soberbio Yuan Shikai iba a dejarla perpleja. Le gustaba estar
perpleja y a mí me halagaba mucho saber que se había acogido a mi experiencia
para dejarse llevar hacia la perplejidad. Ese día, sin embargo, parecíamos
lejanos; mirábamos hacia el frente, a la silueta inquietante que definía al
Yuan Shikai a medida que avanzábamos solemnes hacia la orilla del río. Usted
siempre habló de China con una devoción intolerable. Me irritaba esa afición
desaforada, pero la dejé expresarse libremente, sin hacerle sentir mi
indignación. No sólo fui indulgente, sino que acepté traerla para que aquella
mañana contemplara el Yuan Shikai. Usted estaba tan linda que quedé maravillado
con la discreta arrogancia de sus pantorrillas blancas asomándose en la raja de
la falda, y los palitos de nácar que se acomodó en el moño para darse un aire
asiático. Sin duda estaba signada. Me quedé un poco a la zaga examinando ese
cuerpo que se movía insolente al compás de la cadencia vigorosa del himno de la
ciudad: sus caderas, estrechas y garbosas, se mecían con la pasión de un
pistoncito mientras acudía al coloso con una disposición que nunca había
demostrado hacia mí. Quise entonces desviarla de su ruta, quise llevarla a la
zona donde estibaban licor y allí mismo descorchar una botella y reafirmar mi
pertenencia. Pero sólo fui capaz de abrazarme a su cintura y aferrado a ella me
envolvió la oscuridad de la sombra que trazaba el Yuan Shikai sobre la dársena
cuatro. Formados sobre cubierta los marineros cantaban una suave melodía en
mandarín, cuyo nombre, Tu boca vuela en febrero hacia el ciruelo cargado,
conocí por los miles de volantes coloridos que caían desde la proa del Yuan
Shikai. Me perdí por un instante en los confines de una China inexplorada,
cuando volví hacia usted algo la había transformado. La perdí en el poco tiempo
que dejé de contemplarla. La perdí en el breve espacio que dejé entre su cuerpo
y el mío mientras recogía un volante. Tantos años modelándola a mi antojo y
usted se me revelaba improvisada, arbitraria, impertinente, inteligente,
malcriada, arrogante y decidida. Clandestina. Cornelia desconocida y
despiadada. Usted insistió en subir a la cubierta y yo no hubiera podido
detenerla porque estaba fascinada. El delirio despuntaba ya en sus ojos. Se
igualó a las numerosas prostitutas que pujaban por entrar al Yuan Shikai, y se
la devoró el coloso. Yo sabía que tendría que esperarla y deambulaba por el puerto
imaginando la manera de poderla consolar cuando volviera a mis brazos. Demoró
más de tres días en bajar y se vio obligada a hacerlo cuando ya un remolcador
comenzaba a darle rumbo al Yuan Shikai. La sirena sonó en tres ocasiones. Supe
que la despedía el coloso porque usted puso su mano sobre el arco de su ceja y
juntó las pantorrillas intentando responder con una pose marcial. Después, la
vi derrumbarse. Tomé su mano de nuevo y nos alejamos del muelle. Desde
entonces, usted no quiso hablar más y yo tenía la esperanza de que no volviera
a hacerlo; entretanto, parecía que el amor se me había multiplicado. Me juré
que la amaría como a cualquier mujerzuela. Sin preguntas. Sin respuestas. Sin
ganancias. Sin jactancias. Me dispuse a complacer los insólitos deseos que
mueven a una mujer a los dieciocho años. Me incliné ante una Cornelia conocida
y compasiva, evidente, escrupulosa, conveniente, elemental, inocente,
consentida, apacible y apocada. Mentirosa. Cornelia disimulada y silenciosa. Un
día, cuando dije nuevamente que la amaba, usted volvió a la palabra para
pedirme perdón y aceptar lo sucedido. Estoy hablando de ayer, lamentablemente
ayer, no hace más de veinticuatro horas. Usted tuvo la osadía de hablarme del
capitán con tanta objetividad que me dejó desalmado. Dijo que lo conocía antes
de llegar al puerto. Que tal vez lo había soñado cuando aún era un hortelano en
las mesetas de Huangtu. Que, a él, como al Yuan Shikai, los había estado
esperando desde siempre y eran parte de sus ganas como el hambre. Hoy sé que
fue negligencia haber puesto mi atención en ese trozo de papel, porque en ese
mismo instante usted se encontró con él cuando apoyado en los codos, desde la
proa del barco, recorría sus pantorrillas con el filo de sus ojos orientales.
Parecía un iluminado cuando le hizo descubrir la curiosa trinidad que habita a
toda mujer. Desde ese mismo momento su deseo se redujo a estar con él, por eso,
tres días después, pese a su tribulación tuvo que dejarla en tierra. Cornelia
maravillada y desbordada, ayer desgració mi vida cuando me obligó a saber lo
que no me interesaba. Cornelia perversa y cruel. Pudo haberme concedido la
ignorancia. Aquí estoy, aturdido al lado suyo, maniatado, desgraciado. Absoluto
para usted. Como corresponde a un hombre viejo enamorado.
Del libro Palabras Pesadas.
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